una pobre historia de pobreza
Llevábamos dos días en la carretera, en el mismo sitio, a un lado del lugar donde ocasionalmente se detenían los camiones, bufando y levantando polvo. Cualquiera sabe que Chañaral no es un buen sitio para quedar tirado. Más que nuevas historias de chupacabras y pategallinas no teníamos mucho. El sol era implacable, no había más sombra que la que hacía el letrero de caminos, pero el viento que empujaba el mar cercano refrescaba. Nadie nos llevaba.
Había un restorán y una fuente de soda, donde los choferes se reponían. Asomaban algunos niños desde las sombras del interior, pero no salían de allí. Luego, los choferes se aseaban y cuando volvían al camión les hablábamos.
Al otro lado de la carretera había una gasolinera. Alrededor parecía un basural.
Por la tarde, fuimos allí a buscar agua. Mientras llenábamos nuestras botellas un vehículo que venía del sur entró a la estación. Entonces aparecieron dos niños pequeños que corrieron a lavar el parabrisas. Estaban completamente sucios, negros, manchados, costrosos, vistiendo algunos andrajos que alguna vez fueron ropa. Se gritaban, correteando descalzos de un lado al otro del auto. Se peleaban por quién recibiría las posibles monedas. Su hablar era incomprensible, más bien parecían chillidos animales salpicados de garabatos. Pasaban sus trapos apresurados y al mismo tiempo pedían al del interior del auto. Pronto apareció otro niño, mayor y más fuerte. Su aspecto era idéntico. Bajo el cabello abundante y descolorido su rostro expedía violencia. Cuando estuvo a su alcance comenzó a gritar y golpearlos simultáneamente. Uno de ellos, sangrando, escapó en dirección al pueblo con monedas en la mano. Los otros lo siguieron corriendo, sin dejar su griterío animal.
Yo, me fui en ese auto.